Cuando Anna compró
la pequeña Abbey Road, tenía 26 años recién cumplidos y un diagnóstico de
cataratas. Sus únicas pertenencias eran una Polaroid que nunca podría volver a
utilizar, el médico de la familia así lo había ordenado, y un montón de dinero de procedencia
desconocida. Desde las Navidades en las que llegó nadie sabía lo que se le
había perdido a la joven en aquella pequeña ciudad, después de haber vivido en
las mayores urbes de los 5 continentes y de haberse acostado, según el criterio
de su familia, con demasiados hombres. Cada vez que salía a pasear dejaba un
rastro de chismorreos y palabras no demasiado amables entre las mujeres,
palabras necias a las que intentaba hacer oídos sordos, aunque a veces resultase
casi imposible zafarse de las preguntas de la pescadera, o frutera de turno.
Desde la primera noche que paso debajo de un montón de mantas, dentro de lo que
en el 68 era una tienducha destartalada, tuvo la certeza de que aquel antro
estaba destinado a convertirse en un lugar lleno de tesoros en forma de
vinilos. Ella misma construiría las estanterías con un par de tablas y
empapelaría las paredes, con las fotos que había sacado durante los 8 años que
había llevado una cámara al cuello. Y mientras fuera las personas sonreían
mientras bebían chocolate caliente o se besaban bajo el muérdago, allí dentro,
Anna también lo hacía. Porque no estaba tan sola como los demás creían. Muy
cerca de ella estaba el motivo de su huída, tan cerca, que estaba dentro de
ella.
Tienes una sorpresa en mi blog :)
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