domingo, 30 de septiembre de 2012

Una noche fría del 68


Cuando Anna compró la pequeña Abbey Road, tenía 26 años recién cumplidos y un diagnóstico de cataratas. Sus únicas pertenencias eran una Polaroid que nunca podría volver a utilizar, el médico de la familia así lo había ordenado,  y un montón de dinero de procedencia desconocida. Desde las Navidades en las que llegó nadie sabía lo que se le había perdido a la joven en aquella pequeña ciudad, después de haber vivido en las mayores urbes de los 5 continentes y de haberse acostado, según el criterio de su familia, con demasiados hombres. Cada vez que salía a pasear dejaba un rastro de chismorreos y palabras no demasiado amables entre las mujeres, palabras necias a las que intentaba hacer oídos sordos, aunque a veces resultase casi imposible zafarse de las preguntas de la pescadera, o frutera de turno. Desde la primera noche que paso debajo de un montón de mantas, dentro de lo que en el 68 era una tienducha destartalada, tuvo la certeza de que aquel antro estaba destinado a convertirse en un lugar lleno de tesoros en forma de vinilos. Ella misma construiría las estanterías con un par de tablas y empapelaría las paredes, con las fotos que había sacado durante los 8 años que había llevado una cámara al cuello. Y mientras fuera las personas sonreían mientras bebían chocolate caliente o se besaban bajo el muérdago, allí dentro, Anna también lo hacía. Porque no estaba tan sola como los demás creían. Muy cerca de ella estaba el motivo de su huída, tan cerca, que estaba dentro de ella.

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